Crimea, 1854. La sanguinaria revuelta entre Rusia y la alianza turco-anglo-francesa se llevaba a cabo y tenía como epicentro la ciudad de Sebastopol. Allí llegó un joven León Tolstói —de apenas veintiséis años— que buscaba vaya uno a saber qué, dado que una guerra no posee demasiado para ofrecer más que muerte y desolación. Pero acaso encontró todo, encontrándose a sí mismo y a sus ideales más férreos.
Las guerras constituyen los fracasos más grandes de la especie humana: transforman y moldean todo a su paso. Porque nada ni nadie puede ser igual antes y después de una guerra, y el alma de Tolstói no iba a ser la excepción. El frío, las balas, el fuego, el barro y la muerte transfiguraron y deconstruyeron todos esos ideales sobre el patriotismo que le habían sido inculcados en la Rusia zarista de los Romanov. Porque, a fin de cuentas, ¿tenía sentido morir en nombre de una bandera, en nombre de un líder? ¿Para qué defender ideas que no le pertenecían?
La lenta transformación hacia un Tolstói reticente a la violencia ya podía advertirse en sus crónicas como corresponsal de la guerra de Crimea, en las cuales escribía: ¿Dónde, pues, veremos en este relato el mal que es preciso evitar y el bien hacia el que debemos tender? ¿Dónde está el traidor? ¿Dónde, el héroe?. Y me pregunto: ¿hay héroes en las guerras? O acaso la imagen del héroe no es más que una personalización idealizada para intentar justificar hechos.
Asqueado del horror bélico, decidió volcarse a la literatura: la mejor arma de la que puede disponer un individuo si se busca luchar por algo. En los años que siguieron, el literato ruso fue uno de los exponentes de la no violencia y desarrolló las ideas del célebre filósofo y escritor estadounidense Henry David Thoreau, autor de obras ilustres, como Sobre la Desobediencia Civil o Walden. Thoreau fue encarcelado en 1845 ante la necesidad moral de no pagar impuestos destinados a financiar la guerra esclavista de los Estados Unidos contra México. Se negaba a vivir bajo las reglas de un estado que no contemplaba las libertades del individuo y, finalmente, decidió exiliarse y vivir en el bosque. Fue uno de los pioneros en la búsqueda desinteresada de los derechos y libertades sociales; el mensaje de Thoreau embebió a Tolstói hasta la médula, y con la fuerza necesaria, se propagó su mensaje por el mundo. Alcanzó a una persona que habría de cambiar la historia: Gandhi.
Entre 1908 y 1910, el ruso y el activista indio intercambiaron correspondencia y se maravillaban el uno con el otro sobre sus tratados e ideas sobre la no violencia. En una de esas cartas, Tolstói escribe que «la práctica de la violencia no es compatible con el amor como ley fundamental de la vida».
En una de esas cartas, Tolstói escribe que «la práctica de la violencia no es compatible con el amor como ley fundamental de la vida».
Lamentablemente, Tolstói no llegaría a presenciar el resultado final de esta simbiosis libertaria: la independencia de la India del gobierno británico en 1947 llevada a cabo por la revolución pacifista de Mahatma Gandhi.
Sin embargo, la idea de Tolstói germinó, sentó las raíces y dio lugar a nuevos brotes libertarios, que habrían de florecer en las mentes de los personajes más influyentes de los últimos tiempos. Siguiendo con la misma idea directriz, bien inmersos en el siglo XX de la posguerra, entra en escena Albert Camus. Este pensador nacido en la Argelia todavía dominada por Francia, se hallaba en una disputa dicotómica entre la teoría y la práctica real de la no violencia. Planteaba que «la no violencia es deseable pero utópica», y aún así, por más difícil que creyera que esta empresa pudiera resultar, dejó bien plasmado su ideal teórico en su tratado filosófico más controvertido y trascendental a la vez: El Hombre Rebelde.
Allí, escribió Camus: «Si este mundo no tiene un sentido superior, si el hombre tiene sólo al hombre como garante, basta con que un hombre cercene a un solo ser de la sociedad de los vivos para que él mismo se excluya de ella».
Defensor férreo de la batalla por las libertades individuales, admirador de Tolstói y de Dostoievski, Camus fue un incansable luchador contra los totalitarismos que habían desgarrado el mundo años antes y la violencia y el odio que predicaban.
El último eslabón de la historia moderna dentro de esta cadena de defensores de la no violencia fue el reverendo Martin Luther King, en los Estados Unidos de mediados de siglo XX. Tomó el ejemplo de Gandhi en la India y lejos de responder a los ataques y agresiones, creía que al segregacionismo racial se le podía ganar la batalla con amor, no con odio. Los hechos de violencia, como el ataque de la policía local a los manifestantes en el puente de Selma, no pudieron con las convicciones de un pueblo oprimido que había decidido salir de las sombras. Si se siembra violencia, indefectiblemente se cosechará violencia. La brecha racial fue sellada no con enfrentamientos entre bandos, sino gracias a la resistencia. O mejor dicho, a la resiliencia del pueblo afroamericano, porque el perdón es de las acciones más honrosas que una persona puede realizar.
Por eso, todos recuerdan el ilustre discurso en Washington, frente al monumento de Abraham Lincoln. Allí sentenció para toda la posteridad: Sueño que mis cuatro hijos vivirán un día en un país en el cual no serán juzgados por el color de piel, sino por los rasgos de su personalidad.
¿Podrá el ser humano desligarse de la violencia para siempre? Es una pregunta difícil de responder: sé que, en el mundo, hay más bondad que maldad, y hay que seguir insistiendo. Se ha avanzado mucho en la defensa por la igualdad y la equidad en los grupos sociales marginados y olvidados, si bien es indispensable recordar siempre que si el camino hacia la obtención de nuevos derechos ha de ser sostenido por la violencia, habremos retrocedido. Aparecerán nuevos exponentes de la práctica no violenta que continuarán luchando por la unidad y la solidaridad entre las personas en tiempos en que, a veces, nos vemos amenazados con repetir viejos errores.
Pero como escribió Camus: en los hombres hay más cosas dignas de admiración que de desprecio. Contra todo tipo de violencia, prefiero creer en eso.
NOTA: MANUEL IGNACIO GARCÍA GILI / SENDERO ELEGANTE