POR: JUAN AGUSTÍN OTERO / CORTESÍA: REVISTA COLOFON
El tono confesional, casi cómplice, y una sinceridad evidente tamizan las palabras de un lector voraz que recoge sus filiaciones como escritor. Piglia, Eliot, Borges, Pavese, Saer, Benjamin son algunos de los nombres consagrados que desliza Martín Kohan en una red que también comprende otros más jóvenes: Becerra, Sagasti, Sabatella, Ronsino y Ferreyra al que califica como autor, no de una novela, sino de un ´hecho social´. Kohan aquí y ahora habla e interroga: “Alguien que argumenta la no-lectura de los contemporáneos, ¿para qué escribe?”
1. Por un lado, para ser totalmente honesto, no puedo decir nada muy distinto de todo lo que leí y aprendí en lo que Ricardo Piglia dijo y escribió. Retomando a Borges, obviamente, y a Eliot. Pero me parece que para todos aquellos que nos dedicamos a la literatura poniendo mucho más en primer plano la lectura, antes que la escritura, para aquellos que pensamos que es, precisamente, en la lectura donde se forma un escritor y que toda escritura es deudora de alguna lectura, la tradición va a estar necesariamente en el centro –lo que no implica una literatura tradicional, incluso diría que más bien propicia lo contrario.
Es más: me parece que en las concepciones más espontaneístas que tienen menos consciencia de la tradición, aparecen escrituras más convencionales, paradójicamente. Cuando un escritor se plantea la cuestión de la tradición, se plantea también lecturas, traslaciones, desvíos, contrapropuestas. El caso de Borges es paradigmático en la literatura argentina. Pero también es patente en escritores muy distintos: por ejemplo, en César Aira. Ema, la cautiva y La liebre son textos ligados, en parte, a la tradición gauchesca, en parte, a Mansilla. Son filiaciones legítimas: la primera novela de Aira, también, se llama Moreira.
Tengo una concepción de la literatura que la hace inseparable de la tradición, porque es inseparable del sistema de lecturas que cada uno tiene y porque parto de la premisa de que uno escribe a partir de sus lecturas. Después, cada uno ve qué es lo que hace con eso. En mi caso, yo diría que me interesa trabajar sobre zonas altamente codificadas de la tradición literaria, del pasado histórico, de la memoria colectiva o de la mitología social. Me interesa trabajar sobre cristalizaciones de sentido, para darlas vuelta o desviarlas o alterarlas o trastocarlas. Uno puede escribir como si el relato propio fuera el primer relato del mundo, pero a mí me interesa hacer exactamente lo contrario: trabajar sobre memorias asentadas, cristalizadas, narraciones estables o lugares comunes, para contrarrestarlos. Por eso me interesan figuras emblemáticas como San Martín, primer padre de la patria, o Echeverría, gran poeta nacional. Me interesa la sobrecarga de discurso, la sobrecarga de sentido, no los personajes históricos reales, sino los dispositivos de significación. El colegio al que yo fui, es un colegio: pero no escribí de mi vida en ese colegio, no escribí mi Juvenilia, sino sobre la mitología del colegio de la patria.
2. Los autores que más me importan son aquellos que trato de no tener tan presentes, porque no podría hacer otra cosa que copiarlos. O no escribir nada en absoluto. Si yo me pongo a escribir diez minutos después de haber leído a Saer o a Borges, me parece tan ínfimo lo que yo puedo hacer, tan insignificante y tan innecesario que no podría. Estos autores están muy presentes para mí, tan presentes para mí como lector, que necesito eludirlos al momento de escribir. Estos autores permanecen, en ese momento, como un sedimento: de lo contrario, me condenaría a ser un epígono.
Y yo diría que, justamente, un escritor tiene que intentar contrarrestar su fascinación para que no se convierta en un impedimento. Lo que yo querría es escribir Glosa, pero eso me convertiría realmente en Pierre Menard. Yo podría agarrar Glosa y transcribirla entera. Pero ya lo escribió Saer.
Pero es cierto, como vos decís, que las influencias no son tan premeditadas: uno no puede controlarlas. Hay reminiscencias o ecos de lecturas que aparecen en distintas instancias de la narración: en el fraseo, en los personajes, en los desenlaces. Todo esto funciona de manera muy diversa y muchas veces uno no sabe realmente qué es lo que funciona.
3. La palabra ética es exacta en la medida en que mis preferencias de escritura no podrían ir más allá de mis propios criterios, es decir: es lo contrario de una moral. La escritura es una cuestión muy íntima y uno hace lo que puede, aunque a veces uno tiene la ilusión de que va a hacer lo que quiere. Claro, la ilusión dura hasta la primera oración: en ese momento en que te sentás y escribís, te enfrentás a tus propios límites.
4. Pero hay que ver hasta qué punto otro soporte habilita otra escritura. Ese tema me parece muy interesante. Me interesan los cambios que se han operado en los modos en que leemos y escribimos, en la medida en que pueden modificar lo que entendemos por literatura. Yo ahí estoy muy a la expectativa, pero también debo decir que he visto anuncios de nuevas eras, clausuras descomunales y aperturas de etapas absolutamente novedosas. He visto varios paladines de las nuevas tecnologías y paladines del blog que después quieren que todo lo que escriben online se traslade a un libro: ¡quieren su nombre en la tapa de un libro! Lo que no me parece mal, pero solamente me pregunto cómo se concilia la declaración estruendosa de la muerte de aquella etapa paleozoica del papel con la necesidad de imprimir.
Creo que rápidamente se engendró una moral en torno a las nuevas tecnologías, es decir, un moralismo: murió tal cosa, esto no se hace más. Qué sé yo. Se hace, no se hace, depende. Sería más modesto. No entiendo la necesidad de legislar moralmente cómo hay que hacer esto o aquello. No entiendo, tampoco, por qué, si están tan convencidos, no dejan todo lo que escriben en la pantalla. Declaran la muerte de algunos formatos, autoexaltan sus preferencias por el formato del blog, del tuit y de facebook –lo que es legítimo– y después quieren que todo eso termine entre dos tapas.
No veo, además, que esos nuevos soportes hayan generado tantas transformaciones en lo que entendemos por narrativa o por poesía. Se me escapa. La imprenta, un dispositivo tecnológico, hizo posible un género nuevo: la novela. Pregunto: ¿se produjo algo equivalente, más o menos análogo o proporcional con las nuevas tecnologías? Yo no lo noto. Los blogs, por ejemplo, parecían marcar un antes y un después en la literatura –la muerte del libro, la muerte de casi todo– y lo cierto es que los blogs están muriendo antes que el libro. No sólo no se produjo un cisma literario, sino que se equivocaron del todo: languidecen.
Pero quiero aclarar una cosa: el blog me parece legítimo, no es que yo sea un viejo arcaico o un enemigo de los blogs. Pasa que a mí me gusta el bloc. Y creo que no hay que levantar tanto el dedo sobre lo que los demás tienen que hacer ¿Por qué avanzan sobre los que no tenemos facebook o sobre los que no tenemos blog? Yo tengo cincuenta años y un hijo de diecisiete. Creo que quienes levantan estas banderas del moralismo están en una franja intermedia: no son ni viejos ni jóvenes.
Quienes tienen una relación natural con la tecnología no sienten la necesidad de celebrarla permanentemente: yo, por ejemplo, no celebro el control remoto. Hay una sobreactuación de un juvenilismo que señala tanto el estar-al-día, que me parece un símbolo sospechoso de viejazo. Los compadritos no necesitaban decir que eran compadritos, porque eran. Los jóvenes no precisan echarles en cara a los viejos cómo escriben. Nadie dice de sí mismo lo que es.
5. Yo intento tener con la literatura una relación de placer. A mí escribir a mano me gusta, así como el balero me gusta. Es decir, como ejercicio manual. Pienso en El discurso vacío de Levrero. A veces no hace falta narrar nada concreto, sino dibujar la letra: me interesa la escritura como escritura, como ejercicio físico. Me gusta el papel, me gusta tocar lo que escribo. Como dice Barthes, en el manuscrito uno envuelve el texto: me gusta tocarlo, me gusta envolverlo. Creo que la escritura es una relación táctil e incluso una relación olfativa: el olor del papel a mí me gusta, el olor de la tinta a mí me gusta, la textura de lo escrito cuando la lapicera es buena, la textura del trazo, ¡a mí me gusta!
Entonces, ¿por qué cambiarlo? A mí el teclado no me gusta, salvo los que son medio esponjosos, donde la letra tarda en hundirse e incluso con esos el tipeo me agota. Me gusta el cuaderno como objeto. Y esto tiene consecuencias sobre el modo de escribir, consecuencias que yo prefiero: yo tengo una escritura lenta y tengo una lectura lenta, leo despacio, con una pausada marcación rítmica que encuentro mejor en la escritura a mano. La forma en que se acompasan las ideas y la mano, ¡me gusta! Me gusta la tachadura, que algo quede tachado, ver que algo se trabó: ¡eso me gusta! Huelo las páginas, insisto, la escritura es una experiencia sensorial ¡Me gusta!
A veces tengo ganas físicas de escribir, sin nada concreto que escribir ¡Tengo ganas!
Con la computadora, la paso mal. Además soy muy proclive a escribir en cualquier lado, en cualquier mesa de bar. Mario Bellatin escribe en su celular y es genial: pero a mí me gusta esta escena de la mesa en el bar. Tener el cuaderno encima y sacarlo en cualquier lado. Una vez lo comprendí por completo: tenía que escribir una columna para Perfil y quedaban dos horas. Me desencontraba con el teclado y entendí, inmediatamente, que iba a ser más rápido escribirlo todo a mano y después pasarlo a la computadora. Y así fue.
6. La formación de un escritor consiste en un saber-leer. Un escritor aprende a detectar en su lectura lo que luego podrá intentar en su escritura. Pero no creo en los tips ni en los trucs, ni siquiera en los de escritores considerables como Horacio Quiroga, con todo respeto. Las consignas de escritura en los talleres literarios no me cierran. Aunque sin duda, en muchos casos, hay escritores extraordinarios que han tenidos talleres extraordinarios: Alberto Laiseca, Selva Almada, Hebe Uhart. No me pronuncio en términos generales, pero, a priori, la escena en la que alguien da consignas no me convence. Por eso yo nunca hice un taller en mi vida. Quizá para otro pueda ser muy útil. Lo matizo o lo relativizo, pero sé que, en algunos talleres, el tallerista con lapicera en mano se pone a tachar el texto de otro: ¿cómo vas a tachar un texto de otro?, ¿quién te creés que sos?, ¿Shakespeare? Yo he escrito alguna vez contra esto y he percibido algún ofendimiento.
7. El motor de la literatura no da verdadero prestigio ni garantiza lectores. A este respecto, hay una anécdota genial de Gombrowicz: va a una ciudad donde lo reciben y lo llaman, inmediatamente, maestro. Pero él corta en seco a su anfitrión y le pregunta: ¿usted qué libro mío leyó? Ninguno.
A veces la reverencialidad y la veneración tienden a tapar la no-lectura. Pasaba con Borges muchísimo.
8. ¿Qué quiere decir alguien cuando dice que quiere ser escritor? ¿En un espacio de taller qué es lo que se espera? Yo soy lo más honesto que puedo: lo que se puede intentar es una formación de lector. Eso, me parece, se puede hacer. Pero después el escritor en términos prácticos o pragmáticos: esto ya me parece extraño. Que alguien absolutamente pragmático se dedique a la literatura es rarísimo, estando, por ejemplo, la bolsa de comercio ¿Qué sería este pragmatismo? ¿En qué consistiría? ¿En ganar concursos? Raro ¡Es raro!
9. Sin un núcleo de autenticidad, no sé bien qué es la literatura. Hay gente interesada en ser-escritor, no en escribir: escribir vendría a ser el sacrificio que tienen que hacer para SER-ESCRITORES en mayúscula. Por eso cuando uno ataca la idea de prestigio asociada al escritor, algunos se fastidian ¿Qué ganás? ¿Tu nombre en la tapa del libro? ¡Luis Majul también tiene su nombre en la tapa del libro! El imaginario de la celebridad me parece fatídico para la literatura.
10. En los diarios de Piglia aparece mucho el vínculo entre leer y escribir. Él sistematizó como pocos la relación entre la formación de lector y la escritura. Fue profesor mío y yo lo vi funcionar: un lector que generaba una escritura desde su condición de lector. Pero uno no diría que escribió especulativamente sus cuentos o Respiración artificial, una novela que tiene veinte páginas sobre formalismo ruso. La determinación de ser escritor no falsifica su carrera literaria ni su obra. Yo veo en su proyecto de escritor una autenticidad y un vínculo genuino con la literatura. Su convicción era literaria, no era: escribo-así-a-ver-si-me-dan-este-premio.
11. Frente a la idea de yo-quiero-ser escritor, yo opongo la escritura misma: porque la escritura es extraordinaria. La gente que se viste de escritor, que va a los lugares de escritores, que habla como escritor, a mí no me interesa. Porque finalmente, publican el libro, que no es tan difícil ¿Y? ¿Qué quieren? ¿Qué esperan exactamente? ¿Dinero? ¿Fama? Es ridículo.
12. Las nuevas tecnologías y las redes muestran la frustración de la gente. Sobra agresividad y falta polémica. Si hay un debate que se puso álgido y estás discutiendo estéticas y subís el tono, me parece bien. Se contaba que David Viñas le pegó, en una mesa redonda, un jarronazo a Murena, un hombre de Sur. Solo quería echarle agua, pero como la jarra estaba vacía, se la partió en la cabeza para no quedar como un boludo. Me enteré de eso una vez que compartía jurado con él y con Luis Gusmán. Yo estaba intimidado y Gusmán le preguntó por el asunto a Viñas.
Somos muy pocos aquellos a los que la literatura nos importa mucho. Cuando nos juntamos, es lógico que se genere cierto fervor. Me entusiasma la idea de que la pasión lleve a pelearse ¿Te podés pelear a los gritos por lo que entendés por realismo? ¡Sí! Claro que podés. De hecho, eso me pasó con una colega hace poco. Yo debatí con Eduardo Feinmann. Con Lopérfido. Con Cynthia Hotton sobre aborto. Yo debato. A mí el debate me puede. Pero no descalifico al interlocutor. Simplemente, debato.
13. Gustavo Ferreyra me gusta muchísimo. La familia de Gustavo Ferreyra me parece una obra superlativa. Que ese libro no haya sido un hecho, no literario, sino social todavía me impresiona. Recomiendo todos los libros de Gustavo Ferreyra. También me gusta Juan José Becerra: El espectáculo del tiempo es una gran novela. Recomiendo a Luis Sagasti –creo que leí todo lo que escribió Luis Sagasti. Y a Leonardo Sabatella, que es muchos años más joven. También me interesa mucho Hernán Ronsino, que aúna la influencia de escritores muy diferentes: Onetti, Faulkner, Saer y Haroldo Conti.
14. Escritores como Chejfec, que viven afuera, resaltan la cuestión endogámica en la literatura argentina. Hay algo autorreferencial en la literatura argentina. Pero la literatura francesa también es idéntica a este respecto ¿Sobre qué escritores no-franceses escribió Roland Barthes? Sartre escribió sobre Flaubert, escribió sobre Genet, escribió sobre Baudelaire.
Pero, al mismo tiempo, en nuestro país hay una línea fuerte de influencia de la narrativa norteamericana que se puede leer a través de Fresán, de Saccomanno, de Selva Almada, o del mismo Piglia. Pero, sobre todo, Faulkner marcó a todos: a los realistas y a los formalistas.
Bolaño también ha impactado en nuestra literatura, lo mismo que Bernhard. Parece que la tradición siempre fuera argentina, pero si uno mira con más atención se da cuenta de que eso es parcial.
15. Leí todo o casi todo de Pavese. Y ahora terminé de escribir una serie de cuentos pavesianos: una combinación de mucho calor y pueblo. Tengo entre manos veinte cuentos y todavía no sé si los voy a publicar o no los voy a publicar. De a ratos me gustan, de a ratos no me gustan. Si me preguntás de qué tratan, no te sabría decir. No me acuerdo de nada de lo que leo ni de lo que escribo. Para mí, la escritura es una descarga de la memoria.
16. Hoy, justo, terminé de armar un libro, que recopila artículos publicados en medios periodísticos y algunos más inéditos, sobre Lenin, Trotski, Gramsci y el marxismo en general. Y también estoy pensando fuertemente en una novela. Todavía tengo ideas muy incipientes, todavía no estoy para empezar a escribir pero si le doy tiempo va a estar. Creo que esto puede llegar a algo y por eso pasó a este papelito.
17. Una anécdota que incluyo en mi libro sobre marxismo: van Trotski y André Breton en un auto en México. En un momento el auto para y Trotski echa a Bretón del auto a los gritos. Y nadie dice nada, después, sobre el tema, no se sabe qué pasó. Y yo pienso, a partir de esto, en una cita de Walter Benjamin: “hay que ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución”. Me interesa saber, investigar, qué desencuentro se produjo entre el representante de la izquierda y el representante del vanguardismo.
18. Los clásicos son producto de las lecturas y las escrituras. Renunciar a leer a los contemporáneos es no advertir hasta qué punto la clasicidad resulta de los textos del presente. Alguien que argumenta la no-lectura de los contemporáneos, ¿para qué escribe?
19. Los gestos de escándalo, como el de Duchamp, si se repiten ya no generan un descalabro. No hay que repetir mecánicamente lo ya existente. Hay quienes escriben como si las vanguardias no hubieran existido y fueran los primeros. Es una cuestión ideológica que nos divide: ¿qué es una ruptura?, ¿qué es conservar y romper? Nunca hay tanta relación intensa con la tradición como cuando se intenta romper con ella ¿Cómo se piensa hoy lo experimental a un siglo de las vanguardias? ¿Qué hacemos con eso que ya es una tradición?
20. La literatura puede hacer mucho y poco en términos políticos. Puede hacer mucho al interior de la narración, pero si quiere llevar eso al terreno de la eficacia social no logrará prácticamente nada. Lo curioso es que la literatura producida desde la tradición de izquierda es más proclive al realismo, al naturalismo y a la literatura de mensaje: esto es profundamente conservador desde el punto de vista literario. Hay que hacer caer ese paradigma. Yo creo que lo que Adorno dice sobre Bertolt Brecht es totalmente pertinente y tiene una vigencia plena: todo lo que Brecht quiso decir desde su mensaje no tiene nada de nuevo. La novela de mensaje te dice lo que ya pensabas, lo que ya sabías, es un regodeo completamente estéril que quiere hacer sentir al lector más inteligente. Pero esto es vano desde el punto de vista de la denuncia ¿Quién se entera de que existe la pobreza a través de una novela? ¡Nadie! Cuando Adorno dice que las obras de teatro de Brecht no dicen nada que no supiéramos y en cambio rescata lo que, en términos estéticos, logra, trata de señalar este problema. La literatura es mucho más potente cuando pretende desestabilizar los sentidos cristalizados. Creo que la literatura puede revertir, de algún modo y como dijo Marx, la falsa consciencia. La potencia posible de una literatura que cuestiona nuestra relación con el mundo y de las palabras con el mundo es enorme. Decir que es injusto que haya pobres no sirve de nada dentro de una novela.
POR: JUAN AGUSTÍN OTERO / CORTESÍA: REVISTA COLOFON