POR RAMIRO GAMBOA
Vimos a Buzz y a Woody, por primera vez, durante uno de esos veranos lentos y dorados de la infancia, en los que cada día es una eternidad y la felicidad es embriagadora. El futuro se extendía hacia delante, y nosotros gritábamos «Al infinito y más allá» sin sentir el frío de los días futuros y sin saber que ya nunca nunca más seríamos niños. En la infancia, ¿no jugaste a intentar imaginar la eternidad? Hoy estamos en el trabajo y, por los pasillos de la oficina, damos unos pasos de baile simpáticos porque esa irrecuperable magia de la niñez vuelve por un rato, Woody vuelve.
Uno quiere irse, tal vez, nada más que para darse el gustazo de volver; y para comprobar, a la vuelta, si alguien lo extrañó; el vaquero y el guardián del espacio vuelven a verificar que los extrañamos un montón y lograrán, nuevamente, algo mágico: sentar en las butacas a adultos y niños; todos volvemos a disfrutar de un espectáculo formidable llamado Toy Story.
También vuelve la pastora Bo Peep, mujer que siempre valoró a Woody. Aunque solo una persona en el mundo crea en nosotros, será siempre la más bella y Woody lo sabe. Vuelve la aventura grandilocuente y el sentido de lo maravilloso: el asombro ingenuo que todos entendemos cuando hablamos de Toy Story, aunque nos falten las palabras exactas. Nos alcanza con recordar qué sentimos la primera vez que la vimos; esa locura febril. El tiempo pasó y, a veces, el llanto invade nuestros ojos porque los sueños se van incomprensiblemente a la mierda.
Sin embargo, para eso vemos Toy Story para poder soportar el sufrimiento de la vida, para defendernos del dolor y adornarlo con la nobleza del liderazgo de Woody y la valentía de Buzz. Pocas películas como esta han tocado tantos abismos emocionales. Por eso, es una de las cinco películas más taquilleras de la historia.
POR RAMIRO GAMBOA
PRODUCCIÓN AUDIOVISUAL: LUCAS BAYLEY