LOS PÍCAROS ACREEDORES

POR SEBASTIAN CORTESI

Por simple que parezca, la labor histórica se reduce a la administración de dos variables poderosas: la continuidad y el cambio. Ya sea una revolución, un clima de ideas o una crisis económica; quien se coloca el sombrero de historiador inevitablemente recurre a estas coordenadas para contextualizar el objeto de su interés. Al hacerlo, es necesario procurar siempre un equilibrio delicado. No existen las novedades absolutas en la historia, como tampoco es cierto que no hay nada nuevo bajo el sol.

“Creo que los argentinos tienen derecho a saber por qué los endeudaron y quiénes se llevaron ese dinero. Alberto habló anoche de la diferencia entre lo que entró del FMI y lo que salió. De los 38 mil millones se fueron, en meses, 30 mil millones. Claro que las deudas se pagan, pero que la paguen los que más se la llevaron y más la disfrutaron, sino no me parece justo”, dijo Cristina Fernández de Kirchner el 10 de octubre del 2019. Por entonces candidata a vicepresidenta: faltaban 17 días para que el Frente de Todos ganase las elecciones nacionales. Sin embargo, cualquiera que los leyera sin saberlo creería que son de lo más reciente. Tranquilamente podría ser un graf más de los innumerables debates televisivos sobre la deuda externa a la que lamentablemente nos hemos acostumbrado. En efecto, en el debate público la deuda externa aparece como una herencia maldita, un montón de piedras en la mochila de un país. Los políticos no discuten cómo dar vuelta la página donde, por mal que les pese, todos han escrito. En cambio, nuestros representantes optan por demostrarnos la destreza con la que son capaces de tomar esas piedras y arrojarlas a la cabeza del adversario de turno. 

Durante su lección inaugural en el prestigioso Collège de France (2002), el historiador consagrado Pierre Rosanvallon recurrió a la crisis argentina del 2001 como un ejemplo ilustrativo de su propuesta para lo que él denominó una “historia conceptual de lo político”. Entonces, el intelectual francés ofreció una de las mejores reflexiones sobre el asunto: “La crisis que atraviesa hoy un país como la Argentina no puede interpretarse simplemente a partir de factores económicos y financieros que son su causa inmediata. La crisis argentina no tiene sentido a menos que se la sitúe en la historia prolongada de una declinación ligada a la dificultad recurrente en hacer existir una nación fundada en el reconocimiento de las obligaciones compartidas”. La reflexión de un contemporáneo tan ineludible nos invita a preguntarnos: ¿Cuán prolongada es esa historia? Arriesguemos una hipótesis, una respuesta tentativa: la actitud esquiva hacia los compromisos comunes es tan antigua como la Argentina misma. Para demostrarlo, visitemos el modo en el cual la deuda externa fue abordada durante el comienzo de nuestra historia como nación ya consolidada. Encuentre las tres diferencias, si es que puede.

El Mosquito —diario satírico— (4/6/1890). La primera gran crisis financiera de la Argentina se aproxima. El diario dominical bonaerense exhibe al presidente, y cuñado del Gral. Roca, Miguel Juárez Celman enseñándoles a dos gobernadores a despilfarrar el erario público. No faltaba demasiado para que la crisis estallara y Juárez Celman fuera amablemente invitado a renunciar.

“Para no dar mayor valor a los documentos con que se han pagado las inquietudes de los gobiernos de estinguida (sic) Confederación, dejemos por tierra el crédito nacional, porque mientras el crédito esté por tierra, los acreedores no tendrán nada. En otros términos, saquémonos un ojo para dejar tuertos a los acreedores (…) Comprendemos que no se pague a los acreedores usurarios, que se les demore el pago, que no se pague a ninguno, que se les mande a procesar y ahorcar. Pero no comprendemos q´ (sic) sea un bien impedir la apreciación de los fondos públicos (…) Que los fondos públicos, que no son federales ni unitarios (…) valgan para que valga el crédito nacional y lo que con ello se pague”, se leía en la editorial de La Nación Argentina —el diario que creó Mitre, hoy conocido simplemente como La Nación— en octubre de 1863. A pesar de haber sido escrita hace ya un siglo y medio, unas pocas modificaciones bastarían para que la misma se colase inadvertidamente entre las páginas de los diarios actuales. Por aquel entonces, La Nación Argentina  defendía el roll over que el gobierno de Bartolomé Mitre pretendía llevar a cabo en la plaza londinense. El primer presidente electo de la Argentina “moderna” debió vérselas con la deuda contraída por la Confederación Argentina de Urquiza y Derqui. Recapitulemos brevemente, la dirigencia porteña, especialmente Mitre, no tardó en hartarse de Urquiza luego de la batalla de Caseros. El odio hacia Urquiza finalmente estalló en la famosa “Revolución de Septiembre”. Liberales, exunitarios y exrosistas se abroquelaron contra el proceso de unificación nacional conducido desde Entre Ríos por Urquiza. Sin una fuente de ingresos comparable a las rentas aduaneras, la Confederación incurrió en sucesivos empréstitos para hacer frente al conflicto finalmente resuelto en Pavón.

El manejo de las finanzas nacionales, encomendada a Vélez Sarsfield, no era una tarea nada sencilla. La emisión monetaria, la vieja y confiable “maquinita” no era una opción en el menú. No existía aún la banca nacional, y la principal entidad financiera del país, el Banco de Buenos Aires, había emitido tanto para financiar la confrontación con el interior que el valor del peso ya se encontraba seriamente comprometido por la inflación. Aunque hubiese intentado emitir “irresponsablemente”, lo cierto es que había un escollo político adicional. La gestión del banco estaba en manos de la rama opuesta del gran Partido de la Libertad, celosa de que el Gobierno Nacional cumpliese sus compromisos financieros con la provincia (unos dos millones de pesos mensuales). Acuciado por problemas más urgentes y al frente de un país donde todo estaba por hacerse, el campeón de Pavón optó por hacer frente a los compromisos argentinos emitiendo nuevos bonos. El reconocimiento de la deuda cayó muy mal en los círculos del autonomismo porteño (oposición bonaerense a la política del presidente Mitre), que consideraba que la deuda en cuestión era ilegítima en tanto había sido contraída por particulares. 

Si durante su trayectoria política extensa el General Mitre supo demostrar una importante capacidad de negociación y flexibilidad, la construcción de la nacionalidad no fue el caso. Como bien ha documentado Eduardo Míguez en su biografía, Mitre estaba íntimamente convencido de que el sentido de su vida pública consistía en crear la nación. Su aspiración más profunda era culminar la presidencia con un país política, económica e institucionalmente consolidado. Lógicamente, semejante política lo llevó a ser objeto de las críticas de la prensa identificada con el autonomismo. Aquello condujo a que un personaje como Mitre, que prefería siempre situarse por encima de las disputas de la política cotidiana, se viese en la necesidad de fundar en febrero de 1862 La Nación Argentina para defender su política de los embates de los grandes periódicos nacionales: El Nacional y La Tribuna.

En su famosa obra El Príncipe, Maquiavelo —filósofo político y escritor italiano, considerado padre de la Ciencia Política moderna— argumenta que el hombre de Estado exitoso debe contar tanto con la virtud como con la fortuna. Mitre indudablemente careció de la segunda. Si bien “el principado” (La Argentina) no se perdió, su administración terminó seriamente desgastada a causa de la guerra con Paraguay. Promediando su mandato, Don Bartolo llevó adelante un último intento de recuperar la imagen de su gobierno ante la opinión pública. La repentina muerte de su vicepresidente, Marcos Paz, lo obligó a regresar al país, situación que aprovechó para renovar el gabinete. En un intento por mostrarse ecuánime respecto a la carrera por la sucesión presidencial, Mitre ofreció públicamente a su amigo Sarmiento el Ministerio del Interior. A decir verdad, la relación entre dos de las personalidades más duras de la historia argentina ya había entrado en declive y jamás se recuperaría. A Mitre no le debió haber caído nada bien que Sarmiento, con quien llevaba una intensa correspondencia, no le informase acerca de su temprana candidatura presidencial. Solamente es posible imaginarnos cómo debe haberse sentido aquel 20 de septiembre de 1867, cuando el diario opositor La Tribuna publicó una carta entre el sanjuanino y Lucio Mansilla donde el primero aceptaba candidatearse a la primera magistratura. A pesar de provenir del mismo partido y coincidir en más de un aspecto que hoy denominaríamos ideológico, la aspiración presidencial obligaba a Sarmiento a adquirir un perfil opositor respecto al gobierno nacional. 

Es posible que el resentimiento de Mitre motivase la controversia periodística que acompañó el primer traspaso presidencial. No obstante, había motivos que superan ampliamente el terreno especulativo de los sentimientos. El líder del ala nacionalista del liberalismo dejaba la presidencia con 47 años, demasiado joven para vivir de glorias pasadas según Eduardo Míguez.  Más aún, detrás de la figura de Mitre había una gran cantidad de personajes cuyas aspiraciones dependían de que el General mantuviese la centralidad en la escena política. Sea como fuere, lo cierto es que el diario conducido por el rector de Universidad de Buenos Aires, José María Gutiérrez, devolvió con creces las gentilezas de Sarmiento. Una de las críticas predilectas de La Nación Argentina fue hacer mella del “carácter violento y extravagante” del nuevo presidente: Nadie creyó ni pudo pensar que el Sr. Sarmiento, al segundo día de su gobierno, se dejara arrastrar por su genio al extremo inaudito de que vamos a dar cuenta a nuestros lectores (…) El joven empleado pasó al despacho del señor Sarmiento y le manifestó que el subsecretario le había indicado que lo viese para manifestarle su deseo de tener su destitución por escrito. Sarmiento dejó unos papeles que tenía en la mano y fijando los ojos en el empleado, le preguntó con voz alterada:

—¿Cómo se llama usted? 

—Carlos Cuapeaurouge, contestó el joven 

—Ah —dijo Sarmiento saltándosele los ojos—. ¿Usted es el que escribe en La Nación Argentina

—Señor, ya no escribo en La Nación Argentina, así lo he declarado al Dr. Vélez bajo mi palabra. Puede preguntarle al Dr. Gutiérrez. 

—Aaah —vociferó el Sr. Sarmiento— ¿con que usted desmiente al Dr. Vélez? 

—Yo no desmiento a nadie, señor Presidente. Desde que sufrí el primer interrogante, he declarado que no había escrito una palabra en La Nación Argentina. Y cuando se me preguntó si simpatizaba con las ideas de ese diario, no teniendo costumbre de mentir ni de traicionar mis sentimientos, he contestado francamente que sí (…) 

El Presidente de la República no pudo contenerse al oír aquellas palabras. Levantándose de la silla con los signos del furor más extraordinario, gritó: -¡Salga usted de aquí só pillo insolente! Y se precipitó sobre él con el puño levantado para golpearle (…) Sarmiento fuera de sí, SE PUSO A CORRERLO COMO UN DESAFORADO POR TODO EL SALÓN DE GOBIERNO TIRÁNDOLE PUNTAPIÉS (…) Este hecho no necesita de ningún comentario.

Ni Sarmiento ni la prensa autonomista —El Nacional y La Tribuna— iban a permanecer inmóviles frente al embate de “un partidito de cuatro gatos” (refiriéndose al nacionalismo, que nosotros contemporáneos llamaríamos mitrismo representado por el diario La Nación Argentina). Una vez ungido presidente, Sarmiento no vaciló en hacer público el estado de las arcas del Estado. Durante el mes de octubre de 1868 tanto La Tribuna como El Nacional se encargaron de dejar en claro la pesada herencia que Mitre dejaba al nuevo gobierno. Así anunciaban su misión en el periódico El Nacional: “Cumple a la administración presente tomar los hechos existentes en cifras en estados exactos y publicarlos: que se sepa lo que ellos reciben. Hacer justicia con los que detentan del dinero del Estado es una alta e imprescindible necesidad sometiendo el juicio a la Justicia Nacional”.

Lejos de estancarse, la polémica escaló. Injuriada por lo que extemporáneamente podríamos denominar lawfare, La Nación Argentina arremetió nuevamente: “Por los móviles más indignos y pequeños el Sr Sarmiento, olvidando sus propias responsabilidades, se ha propuesto atacar y desacreditar a la administración del General Mitre sin omitir medios por más reprobados que sean. Ha dado órdenes y suministra datos a sus órganos por las oficinas públicas, para probar que la administración del General Mitre ha sido la más perniciosa, culpable y criminal que ha tenido el país”. 

El desenlace del conflicto probablemente no sorprenda a ningún lector argentino. Las relaciones entre Sarmiento y el nacionalismo no se recompusieron. Menos aún la relación entre ambos presidentes. La confrontación no cedió a una cooperación entre gobierno y oposición. La deuda, como muchos otros temas, naufragó en los rápidos del debate público. En vez de diálogo y negociación, primó la descalificación.

POR SEBASTIAN CORTESI

PRODUCCIÓN AUDIOVISUAL: LUCAS BAYLEY

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