POR: JUAN IGNACIO ZINGONI
PORTADA: LUCAS BAYLEY
Enrique García era un condenado. Tardaría años en confesarlo. Alardeaba de su deseo de vivir para su familia, pero solo se dedicaba a hablar del trabajo. Mabel, su mujer, me comentó cuando nos conocimos que Enrique solía decirle: “Uno nunca puede saber qué es amar, pero creo que con vos me puedo dar una idea”. Hacía veinte años que vivían juntos en una casa en Núñez, al norte de la ciudad de Buenos Aires. Tenían un patio grande donde podían disfrutar de leer libros y diarios los fines de semana. También les gustaba recordar cuando eran jóvenes y se colaban a los recitales que se hacían en el Monumental, aunque hoy pasar por aquel monumento del fútbol les es indiferente. Sobretodo para Mabel, quien tardó en aceptar que Enrique ya no era el mismo. Un día ella se dio cuenta del tiempo que había pasado desde que él no la tocaba con ternura. Ya hacía un par de años que Enrique solo usaba su tiempo libre para leer papeles extensos escritos por manos frías, de hombres y de empresas que hablaban de países y de números, de bolsas y de acciones, de leyes y de contratos.
La primera vez que lo vi a Enrique era de mañana. Me encontraba de camino a la oficina, llegando tarde. La presión no se apoderó de mí ya que soy el jefe de mi empresa. Cuando salí del subte línea D, me vi envuelto en la muchedumbre. La imagen de la urbe bastó para que decidiera gastarme mi permitido del mes: busqué en mi bolsillo, encendí un cigarrillo marca Camel y avancé hacia la avenida 9 de Julio. El centro de Buenos Aires recibía a sus transeúntes con edificios de veinte pisos. La secuencia de la ciudad en pleno despertar se nutría de su banda sonora: zapatos cansados en un ritmo de cuatro por cuatro, llamados telefónicos, pedidos de ayuda por parte de indigentes y los motores estruendosos de colectivos en movimiento. Me paré ante el semáforo en rojo y del otro lado podía verlo a Enrique. Al encenderse la luz verde, él comenzó a caminar hacia mí. Lo contemplé por unos segundos con el cigarrillo en la boca, pero sin dar ni una pitada. El sabor del pucho ya me comenzaba a dar náuseas. Iba a continuar con mi trayecto, pero me sentí en la obligación de seguirlo hasta la esquina. ¿Qué me llamó la atención? Me lo pregunté durante cinco minutos. En la esquina de la legislatura porteña, junto al monumento a Roca, Enrique frenó su andar. Me detuve y con un leve movimiento de labios dejé caer el cigarrillo al suelo cuando lo entendí: tenía una sombra con forma de niño. Dudé por unos segundos, porque parecía algo imposible. Era una mancha pequeña y oscura que lo seguía a todas partes. Por ahí podía controlarla o ella lo usaba a él como un títere. Un artesano me empujó molesto porque mi cigarrillo cayó sobre su colección de artículos viejos. Le pedí perdón, le di trescientos pesos y me llevé un disco de los Smiths que tenía el vidrio roto como para compensar mi descuido. Cuando volví a mirar hacia el monumento a Roca, Enrique ya se había alejado por la avenida y estaba a punto de perderlo de vista. Mis dudas por seguirlo se despejaron cuando volví a recordar el momento en que la luz fuerte de un poste lo enfocó y gracias al contraste vi la sombra de niño atrapada en el suelo.
El contraste fue fácil porque Enrique era un viejo con canas, gordo, dejado y portador de una cara de demonio malnacido que te hacía rezar tres Padres Nuestros cada vez que lo veías. Enrique parecía un chiste malo del jefe del que te reís solo para caerle bien. Nunca en mi vida había visto semejante bolsa de papas usar un traje tan fino. Enrique era un espectáculo impresionante, tengo que admitir que sus arrugas le hacían combinación junto a sus ojeras. En ese momento, él cargaba con dos cajas enormes llenas de quién mierda sabe qué. Sin embargo, su sombra infantil no cargaba con ninguna caja. Obviamente me entusiasmé a pensar que mi persecución improvisada no sería en vano, no iba a dejar que semejante espécimen se me escapara de los ojos. Tenía la sensación de que algo más se ocultaba detrás de esa máscara de piel grasosa.
Ya era mediodía. Lo espié desde el salvaje centro porteño hasta la bohemia de San Telmo, desde el barrio de narices altas que llaman “Recoleta” hasta las entradas de la Villa 31 en las oficinas de Comodoro Py. En cuatro horas llegamos a tomar cuatro subtes, ir y venir de un estudio de abogados a otro, moviéndonos entre edificios grises, juzgados, sindicatos de transporte y algunos bancos. Descubrí que Buenos Aires es una ciudad de puertas cerradas; una urbe con más de tres millones de personas, pero donde solo mil consiguen las llaves de todas las puertas. Y en la ciudades solo hay dos tipos de personas: las que pueden abrirlas y las que no. Para el final de la secuencia ya me sentía más cansado de lo que parecía estar Enrique. Casi desisto de mi cruzada, pero decidí apostar toda la emoción de mi jornada en la historia de aquella sombra.
La única parada que el maldito hizo aquel día fue en un McDonald´s. Ese que siempre rompen cuando Boca Juniors o River Plate ganan un campeonato. Que el pedido no viene, que se lo entregaron mal, que no había lugar, que encima la hamburguesa no le terminó de sacar el hambre. ¡Basta por favor! Me harté de escucharlo quejarse y casi me decidí por irme. Pero en un momento Enrique miró el reloj y, como si hubiera olvidado algo importante, corrió hacia la calle. Pasó por el pelotero de los niños. Su sombra pareció desviarse un momento, pero al rato lo siguió de nuevo. Sobre su mesa se veían las dos cajas. Se las olvidó. Aproveché la oportunidad. Necesitaba saber más acerca de él y me fui hacia la mesa. Una caja portaba con el título: “Exámenes médicos de Mabel” y la otra “Papeles del Testamento”. Llevé mis manos hacia ellas para abrirlas, pero me detuve antes de conseguirlo. La puerta de entrada se abrió de nuevo. Enrique se encaminaba con velocidad hacia mí:
—¿Qué mierda tocás lo que no es tuyo, flaco? —dijo con voz de locutor y de inmediato Enrique se echó a correr de nuevo hacia la ciudad.
Detrás de él lo seguía la sombra anómala. Y detrás de ella iba yo.
Mientras caminaba entre la muchedumbre sin que él me viera, podía imaginarme contándole a mi mujer lo que hice aquel día.
—Espiando a un Demonio por la ciudad, amor.
Ella suele decir que por cosas como esas está conmigo. Ella siempre agradeció el día en que no acepté el puesto en la fiscalía para comenzar mi propio emprendimiento de asesoría legal; yo deseaba poder aceptar los trabajos que quería sin tener órdenes de arriba. Si bien fue difícil al comienzo y el estrés por pagar el préstamo fue abrumador, al pasar los años, con mucho laburo y con algo de suerte logramos posicionarnos. Algo inimaginable en este país. Mabel me decía que estaba soñando, que esta vida no era nuestra y que éramos una proyección del sueño de alguien más. Yo me le cagaba de risa cada vez que me venía con eso. Pero no viene al caso.
Ya me sentía agotado de toda esa carrera burocrática. Aunque Enrique era un sujeto fácil de seguir sin ser visto. Él, tan centrado en lo suyo. Y yo tan decidido a saber por qué lo seguía una sombra que no le correspondía. Cuando abandonó finalmente su oficina, se fue a la parada del colectivo y de casualidad era el mismo que suelo tomar para regresar a mi casa: el 33 que va desde el cementerio de Avellaneda hasta Ciudad Universitaria. Estaba repleto de personas.
Lo noté a Enrique más irritado de lo normal. Sin éxito por encontrar un lugar para sentarse, Enrique comenzó a gritar. Le echó la culpa al conductor por dejar entrar a tantas personas gordas y maldijo a la juventud irrespetuosa que no le cedía el asiento. Acto seguido, le echó una mirada fulminante a un adolescente que estaba sereno, sentado, con auriculares y leyendo.
—¿Estás cómodo pibe?— ironizó mientras le empujaba el hombro.
El chico inmediatamente le cedió el asiento a Enrique y se fue en silencio como pudo hasta la parte del fondo.
Luego de cuatro paradas, una señora elegante y con bastantes años, con un vestido verde floreado y un sombrero colorado muy gracioso, se le acercó al asiento de mi perseguido.
—¿Podría molestarlo para sentarme señor? —le insinuó la señora.
—¡Me acabo de sentar! Gracias. Los asientos para personas como usted están por allá.
Un señor aún más viejo alcanzó a escuchar un poco la conversación y se levantó de su asiento para cederlo a la señora del sombrero gracioso.
—No te preocupes, sentante que yo bajo antes —le dijo a la señora y luego miró de forma fija a Enrique para hacerle ver que, a diferencia de él, sus caderas podían bancar cualquier viaje.
Más tarde nos veíamos atrapados en medio del tráfico de la avenida. Caos total, pero la gran mayoría de nosotros ya estábamos acostumbrados. Los minutos pasaban y todos parecían entender que la queja no iba a colaborar en nada.
—¡¡¡Ojalá que se vayan todos a la puta que los parió!!! —gritó Enrique por la ventanilla.
Y la verdad que sí, fue raro. En un momento vi que la sombra de Enrique se movió porque alguien la pisaba y yo sentí algo parecido. El sol de la tarde estaba cayendo y nosotros en el colectivo, encapsulados en medio del tráfico cuando justo pasábamos por al lado del río. Enrique estaba hipnotizado. No podía dejar de admirar semejante paisaje vacío de edificios y de cemento, de autos y de gritos, de noticias y de publicidades. En el momento en que volteé para ver el sol anaranjado, Enrique se levantó para pedir parada. Gritó para bajar una y otra vez. Vio al adolescente y a la señora que seguían ahí y aprovechó para disculparse por su carácter y le hizo un cumplido al sombrero gracioso de la mujer. Acto seguido, abrieron la puerta. Enrique se echó a correr por la avenida como prisionero en fuga y olvidó la caja de exámenes médicos bajo el asiento. Agarré las cajas y fui detrás de él.
Enrique parecía un atleta. Corrió y corrió sin que pudiera alcanzarlo. Me sacó distancia hasta que solo podía ver su sombra de niño, la cual ahora parecía más grande que él bajo el sol cayendo. En un momento no lo vi más: me encontraba cansado, pero seguí adelante. Cuando alcancé la mitad de un parque, los árboles me rodeaban. Una pareja se abrazaba a pocos metros de mí acostados sobre el suelo.
—Te extrañé, Mabel. Perdón por todo, me desbordó el laburo —le dijo el Enrique a la mujer.
Le explicaba cómo se había obsesionado con un trabajo que no lo completaba y cómo le hubiera gustado no serle indiferente durante tanto tiempo. Me detuve a ver bien a la pareja y me di cuenta que reconocía a la mujer. Era parecida a mi esposa, pero con el cuerpo desgastado. Lentamente me acerqué hacia ellos y dejé la caja en el suelo. Cuando comprendí que Enrique cargaba con la culpa de sus errores, entendí que la sombra de niño y yo teníamos la misma razón de ser: lo que alguien fue y lo que pudo haber sido jamás se desprenderán de un hombre con culpa. Enrique me miraba con lágrimas en los ojos. Mabel se giró hacia mí para decirme:
—Uno nunca puede saber qué es amar, pero creo que con vos me puedo dar una idea.
En ese momento pensé que hasta una persona monstruosa tiene sus aspiraciones frustradas y recuerdos para que lo sigan. La imagen de una Mabel saludable se desvaneció cuando Enrique dejó de imaginar que los exámenes de salud le habían dado bien. Enrique exhaló, se paró sobre sus dos pies, recogió las partes de su traje y regresó a paso lento hacia la avenida bajo el sol que caía. Nosotros, sus sombras, lo que fue y lo que le hubiera gustado ser, lo seguíamos detrás.
POR: JUAN IGNACIO ZINGONI
PORTADA: LUCAS BAYLEY