LA PESTE COMO ESPEJO

POR MARTÍN BUCETA

 

Los efectos de la pandemia no se limitan simplemente a poner en jaque las diversas estrategias políticas, económicas y de sanidad que buscan hacer frente al embate del virus. Su intromisión en nuestras comunidades también ha revelado una realidad de la que parece difícil evadirse: nuestra condición humana y nuestro modo de encarar la existencia tanto a nivel individual como comunitario.

El virus pone en evidencia una jerarquía de valores que se practicaba, pero no se publicitaba; desenmascara una lógica a veces secreta, a veces explícita, que rige a nuestras comunidades. En el caso particular de nuestro país la discusión fundamental es aquella que se da en torno a la jerarquía de los valores de la salud y de la economía. Esta es clave para develar la mentada lógica oculta y para comprender nuestra situación actual. 

En su novela La peste (ahora reconocida y nombrada más que nunca antes), Albert Camus señalaba una clave interpretativa de todo el relato que era muy simple: “¿qué quiere decir la peste? Es la vida y nada más”. La novela puede arrojar algo de luz a la hora de elaborar un análisis del momento particular que atravesamos tanto en el plano individual como social. 

 

RECONOCER LO QUE DEBE SER RECONOCIDO

 

Cuando en la ciudad de Orán —lugar en que se sitúan los hechos relatados— comienzan a morir las ratas masivamente y esto llama la atención de los habitantes y de los medios de comunicación, crecen los rumores de aquello que nadie se atreve a llamar por su nombre. Todos advierten que algo anda mal, pero nadie quiere reconocer lo que está sucediendo.

Sin embargo, los acontecimientos ya son imparables y entonces sucede: alguien muere de peste bubónica. “Fue a partir de ese momento cuando el miedo, y con él la reflexión, empezaron”, escribe Camus. Pero ¿qué arroja esa reflexión movida por el miedo a la muerte?, ¿por qué precisamente es con el miedo que la reflexión se abre? Justamente, cuando algo amenaza, la vida comienza a tornarse innegable, inocultable.

El inicio de la peste marca el comienzo de la reflexión que nos llevará a “reconocer lo que claramente debe ser reconocido”. Hasta aquí nada más que el relato de ficción de Camus, pero ¿qué tiene que ver esto con nuestra situación actual? La clave la proporciona la misma novela: “nuestros conciudadanos trabajan mucho, pero siempre para enriquecerse (…) nada es más natural hoy día que ver a las gentes trabajar de la mañana a la noche y enseguida elegir, entre el café, el juego y la charla, el modo de perder el tiempo que les queda por vivir”. 

La peste es entonces la existencia y nada más, el modo en que hemos elegido existir, los proyectos que hemos elaborado y, parece ser que, tal como Camus lo advertía, la vida de muchos hasta ahora era un mero “trabajar para enriquecerse”, elegir entre placeres banales “el modo de perder el tiempo” que les queda por delante. La peste entonces trae la muerte y la reflexión, es un acontecimiento total que nos exige un replanteamiento de nuestras existencias.

La cuarentena ha demostrado cuántas de las actividades y tareas no eran esenciales, ha evidenciado el vacío que “llenaba” muchas vidas y el particular modo de taparlo buscando solo enriquecerse, saciando deseo tras deseo, sin un fin a la vista. 

Puesto en otros términos, la lógica que regía a muchos era aquella de la búsqueda irrefrenable de riqueza, el perderse en diversos modos de gastar el tiempo y el dinero dejando de lado cualquier forma de meditación sobre nuestras acciones. La peste pone en el centro de la reflexión la pregunta por el sentido de la vida.

Más que la peste, lo que impele a pensar es la posibilidad de la muerte, eso es lo que se esconde detrás de todas las noticias, de todos los anuncios y precauciones: “usted puede morir” y esa aseveración trae detrás algunas preguntas que muchas veces son evadidas: “¿qué ha hecho hasta aquí con su vida?, ¿qué sentido tienen sus acciones?”. Será entonces preciso reconocer lo que debe ser reconocido: estamos apestados y no de COVID-19, sino, diría Camus, de sinsentido. No hace falta decir que de esto también se puede morir. Por eso, tal como expresa uno de los personajes de la novela, “si hoy la peste les atañe a ustedes es que les ha llegado el momento de reflexionar”.

 

LO INADMISIBLE: LA MUERTE DEL INOCENTE

 

La peste recorre la ciudad de Orán —así como recorre nuestros países— pero hasta un determinado momento el horror es algo abstracto, una cifra que no dice mucho, algunos contagiados, muertos por enfermedades preexistentes y tantas otras desgracias justificables. Sin embargo, se da en la novela un hecho crucial: la muerte de un niño.

En el relato de Camus quien muere es el hijo del juez Othon, —curiosa elección sugerir que lo que muere es el fruto de la justicia que nos rige, es decir, una sociedad que tal como está regida podría estar condenada a la muerte— y el narrador así lo expresa: “el dolor infligido a aquel inocente nunca había dejado de parecerles lo que en realidad era: un escándalo (…) no habían mirado nunca cara a cara, durante tanto tiempo la agonía de un inocente”. Y, unas líneas más adelante leemos que, en el momento final de la agonía, se escapa “un solo grito sostenido que la respiración apenas alteraba y que llenó la sala con una protesta monótona, discorde y tan poco humana que parecía venir de todos los hombres a la vez”. 

Ya no hay esperanzas cuando se forja una sociedad en la que el futuro está condenado, agoniza y muere. La muerte de un niño es lo inadmisible, el fracaso más rotundo de toda comunidad humana, un verdadero escándalo. Si no hay posibilidad de construir un mundo en que los inocentes puedan vivir, ¿qué sentido tiene nuestra tarea?

La peste pone en el centro de la escena esto, muestra lo más bajo de nuestra condición, hace patente el costado más oscuro de los intereses que rigen a la humanidad. Lo que se evidencia es que es más importante someterse a los vaivenes de los capitales financieros, asegurar el pago de las deudas, cumplir con los acreedores externos, que permitir el desarrollo de nuestra sociedad. Camus no puede decirlo mejor: “un solo grito que parecía venir de todos los hombres a la vez”.

La muerte del niño es el símbolo de una humanidad que agoniza, que ha subvertido los valores, es la construcción de un mundo donde el capital es el verdadero sujeto y los individuos son meros instrumentos para su reproducción. Las medidas políticas y económicas persiguen objetivos claros: hacer de nuestras sociedades lugares agradables para la inversión, para el establecimiento y el desarrollo de los capitales. ¿No deberían esas medidas buscar la construcción de un espacio más agradable para el desarrollo de las personas

La lógica que rige nuestras comunidades tiene una jerarquía de valores muy clara y, en el primer lugar, no se hallan las personas, ni la vida. Esta lógica está a la base de aquellos que invitan a priorizar la economía por sobre la vida. Se hace evidente cuando en una empresa es más importante la rentabilidad y la maximización de las ganancias que el bienestar de las familias que laboralmente dependen de ella.

Pero también se manifiesta en una dimensión social más próxima, aquella en que algunos grupos prefieren y abogan por el sostenimiento de sus privilegios incluso cuando esto implique el sometimiento, el perjuicio, y hasta la muerte de otros sectores sociales. ¿Cómo hemos podido construir sociedades en que los capitales, sea en forma de bienes o dinero, y los privilegios son más valiosos que la vida de las personas?   

Debajo de esas decisiones políticas, de las estrategias empresariales y de la defensa de los privilegios de clase que responden a los intereses de determinados poderes fácticos y grupos sociales, lo que agoniza es la humanidad, lo que sucede es la muerte de los inocentes, de los descartables, de los improductivos, de los prescindibles. El niño es, justamente, quien no produce.

En el preciso momento en que una sociedad tiene como valor absoluto la generación de capital, todo aquello que no sea funcional a la producción se torna innecesario, secundario, despreciable. El niño que muere en la novela no es simplemente un niño, simboliza a aquellas personas y grupos sociales indefensos y frágiles como los ancianos, los niños, los pobres, etc. 

Entonces cuando esto sucede, cuando hemos construido un mundo en que los niños mueren apestados por la enfermedad que aqueja a toda la humanidad, no hay palabra que decir. “En el momento de la desgracia es cuando uno se acostumbra a la verdad, es decir al silencio”. Esta frase potente, puesta por Camus en boca de uno de sus personajes más enigmáticos, el bohemio Jean Tarrou puede ilustrar con claridad la situación particular que nos aqueja hoy.

Frente a la muerte del inocente solo nos queda el silencio, no hay palabra que explique eso, no hay argumentación ante una verdad aplastante. Admitir “la muerte del inocente” es avalar la ausencia de futuro, es seguir sosteniendo, activa o pasivamente, un mundo que no es sustentable, un mundo en que no hay posibilidad para el porvenir.

 

YA NO HAY DESTINOS INDIVIDUALES

 

Una de las ideas más interesantes de la novela es aquella que descubre el médico que constantemente lucha contra la peste, Bernard Rieux: “hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Este mensaje esperanzador pinta de lleno el humanismo de Camus y nos hace pensar que no todo está perdido. En el medio de la epidemia que aqueja a la ciudad de Orán el narrador escribe que “la peste lo había envuelto todo. Ya no había destinos individuales. Sino una historia colectiva que era la peste y sentimientos compartidos por todo el mundo”.

La pandemia trajo consigo un gran aprendizaje: el individualismo no es la salida. Todas las medidas de cuidado buscan que no esparzamos el virus, en especial a aquellos que son más vulnerables. Lo que hacemos tiene por objeto el cuidado de los otros, la prioridad es lo comunitario y no lo individual. Este aprendizaje sanitario es extrapolable a otras dimensiones. “Ya no hay destinos individuales”, uno no puede procurar el bien propio sin considerar el bien común. La forma de salir del pozo en que nos hundimos es en conjunto con los otros.

La historia debe ser ahora “historia colectiva” porque todos tenemos algo en común, estamos azotados por la misma peste y compartimos los mismos humanos sentimientos. La enfermedad que nos aqueja a nosotros —no a los ciudadanos de Orán— está a la vista. Los síntomas son varios: la primacía de lo económico por sobre lo vital, el sometimiento de la vida al capital financiero, lo individual por sobre lo colectivo.

El diagnóstico: una humanidad apestada, enferma de sí misma, confinada y con respirador artificial para poder subsistir. Se nos presenta como comunidad una ocasión única, como a todo enfermo de gravedad aparece ante sí su vida, su existencia, y el modo en que la ha encarado. La peste es el espejo que refleja lo que verdaderamente somos, lo que hemos hecho hasta aquí. Sin embargo, también se presenta como un desafío, es la ocasión más propicia para la reflexión y el replanteamiento de la lógica que ha de gobernar el destino de nuestras vidas de aquí en adelante. 

Martín Buceta

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