Por: Leila Torres
“Una vez que el polvo de México se ha instalado en tu corazón, no descansarás en ninguna otra tierra”.
Anita Brenner
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Tomar el metro en la capital de México es como descender al inframundo.
El mapa del subterráneo enseña que debemos atravesar nueve instancias para llegar al centro de la ciudad, donde se hace el Desfile Internacional de Día de Muertos.
Aunque en el viaje hasta allí, la rutina parezca cómoda y predecible, lo incierto siempre está acechando. En cualquier momento el motor del tren puede detenerse para siempre. En la ciudad es común que todo deje de funcionar repentinamente o que un temblor desplome los edificios .
Durante la hora pico, la travesía es una lucha de cuerpo con cuerpo, sostenidao como se pueda de un respaldo o una baranda, meciéndose en masa al ritmo del tren. En temporadas de lluvia un recorrido de veinte minutos puede durar una hora porque bajo tierra, también diluvia y eso complica las cosas.
En cada parada se suben mujeres, niños y niñas disfrazados. Llevan la cara maquillada como La Catrina, aquel personaje creado por el pintor Juan Guadalupe Posada que representa la muerte. Su rostro está pintado de negro con flores dibujadas alrededor de los ojos, algunas tienen pétalos rojos, otras son violetas. La nariz lleva maquillada un punto negro y dos cicatrices asoman a cada lado de la comisura de sus labios. Son personas de rostro cadavérico.
Cuando el tren frena bruscamente recuerdo una frase que me dijo un mexicano antes de viajar: “El metro en Ciudad de México es la muerte. Si te parece que en Buenos Aires anda mal, allá verás que es peor”.
Cada vez son más las personas que empujan para entrar. Estamos apretados, los ventiladores no funcionan.
Hace calor y comienza a faltar el aire.
No es la muerte, pienso: es un viaje a su encuentro.
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El subterráneo se detiene veinte minutos. Los vivos conservan su temple tranquilo mientras que los rostros cadavéricos sonríen. Me pregunto por qué no se quejan, qué fuerza los mantiene relajados y riéndose en sus asientos. ¿Cuál es el chiste de la muerte?
Cuando logramos salir a la superficie, la masa de viajeros se dispersa para acoplarse a otra: la de los espectadores del Desfile de Muertos.
Una valla a cada costado de la avenida delimita una pasarela sobre el asfalto y las personas se aglutinan detrás. El Zócalo huele a carne asada, a frito y a choclo hervido.
“¿Qué le doy, güerita, qué le doy?”, preguntan superponiéndose los vendedores. La Avenida Reforma es el escenario de personas disfrazadas que avanzan sosteniendo con palos muñecos gigantes de cráneos pintados. Y otros van en carros pintados con flores de cempasúchil, velas y calaveras. Trompetas y tambores les marcan el paso.
Comienzan a sonar en los parlantes los acordes de “Que nadie sepa mi sufrir” y las faldas coloridas giran sobre su eje levantando vuelo. Los que desfilan levantan sus brazos a un lado y al otro.
“Amor de mis amores, amor mío, ¿qué me hiciste?”, canta la muchedumbre mientras los carros transportan altares enormes, cráneos gigantes decorados con flores y el esqueleto de un perro de orejas puntiagudas. Esos huesos caninos están pintados de celeste y rosa, Y su hocico anguloso olfatea la avenida. Es el Xoloitzcuintle, el perro que guía las almas a través del Mictlán.
A mi derecha, un niño con cara de esqueleto jala de la ropa de su padre en señal de “upa”. Una vez arriba, alcanza a ver cómo bailan los grupos que representan a cada estado de México. Avanzan Chiapas, Oaxaca, Sonora, Michoacán. Los hombres llevan gorro, camisa blanca y pantalones negros. Las mujeres, faldas de colores vívidos: azul, naranja, rosa y amarillo.
Es probable que el niño de la cara pintada reconozca en el frente de las marionetas los logos de marcas que lo acompañan desde que nació: Spotify, Nescafé, Facebook, Lala, la marca de la leche.
Comienzan a caer gotas pesadas en cantidades asombrosas Miro la hora y termino de comprobar que siempre llueve a la misma hora, entre las cinco y las seis. Quizás la lluvia sea lo único que llega a horario en la ciudad del caos.
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Moviendome en la ciudad aprendo que en el metro, la imagen de dos coyotes corresponde a la estación Coyoacán, el timón es para Balderas y la paloma indica la parada Etiopía. Las líneas del subterráneo se conocen por sus dibujos antes que por nombres. Son reconocidas por sus colores antes que por los números. Así que para llegar a San Andrés de Mixquic hay que tomar la línea dorada hasta la estación Tláhuac. O esa que comienza en el dibujo de la serpiente y termina en el del alga. Y eso hacemos.
Antes de llegar al pueblo, el único medio de transporte disponible son unas camionetas que salen desde Tláhuac. Atravesamos un camino de tierra por un descampado en una trafic que parece a punto de destartalarse y en cada pozo en el que elige hundirse, desgasta la esperanza de llegar a salvo a destino.
- No pienso decirle a mi mamá dónde estoy o va a pensar que me van a agarrar los narcos— dice uno de los viajeros en voz baja a su compañera. No quiere que el conductor lo escuche.
El resto de los pasajeros responde, cómplice, con risas nerviosas. Nadie quiere pensar en eso pero es inevitable. Las noticias bombardean desde todos los frentes al turista empeñado en recorrer Ciudad de México. Y es la norma escuchar conversaciones como: “Oye, wey, dos muertos en una balacera en Plaza Artz Pedregal”. Los lugares se alternan, las muertes se repiten. En mi celular los mensajes de la muerte se amontonan: “Balacera en Michoacán deja cuatro muertos”, “Enfrentamiento en el Palacio Nacional deja cinco muertos”. Los fallecimientos se contabilizan para luego olvidarse.
Cuando bajamos del camión, dos muñecos de esqueleto gigantes nos reciben. La mujer tiene un vestido rojo con flores en los volados y el hombre está de traje. Si la muerte recibe así al recién llegado, entonces es un alivio.
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Mixquic no tiene pasarelas ni comparsas. Es solo un pueblo que resiste a la vorágine del tiempo e intenta que el ritual del Día de Muertos se celebre como lo hacían los antepasados. Las tiendas que se agrupan en su calle principal venden calaveras de todos colores y tamaños, aros, pulseras y anillos trenzados con canutillos. También hay comidas preparadas con harina de trigo o maíz. Algunos puestos ofrecen variedades de tequilas y mezcales. En otras tiendas venden tamales y agua de elote (o choclo).
En un puesto de dulces de amaranto, un hombre con delantal y sonrisa, invita con entusiasmo a las personas: “Pruébele, pruébele. Sin compromiso”.
El pan de muerto es el alma de la fiesta, presente en cada puesto de panadería. Aparecen espolvoreados con azúcar o barnizados con huevo. La mayoría tienen forma de cono parecidos a un corazón.
— ¿Gusta probar? —pregunta la voz amable de una señora tendiendo un trozo de pan. Y agrega: “Este tiene frutos secos”.
El sabor se acerca a una mezcla extraña entre el pan dulce de las mesas navideñas en Argentina y una tortita negra pero diferente: una pizca de lo hogareño y otra de lo desconocido.
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Un maniquí de esqueleto aguarda en la esquina de un callejón en el pueblo de Mixquic. Representa a la muerte pero no se parece en nada a La Parca de capa negra y capucha: lleva un vestido rosa y una diadema de papel color amarillo y turquesa. No lleva un hacha, sino un paraguas blanco en un hombro y en el cuello tiene enroscada una boa de plumas violeta. La muerte en este país es elegante y colorida.
Detrás hay macetas con cempasúchil — la flor de muerto, amarilla y ,Y pomposa — acomodadas en hilera sobre el asfalto. Avanzo por una callejuela donde cuelgan banderines rojos, verdes y blancos. En una de las casas, un cartel en mayúsculas anuncia: “OFRENDAS. Pásele”. Acepto la invitación y luego de atravesar un pasillo, doblo a la derecha y entro al living de una casa un altar imponente de tres niveles. Varios turistas se amontonan alrededor y una mujer de cabello oscuro de unos veinte años apoya una vela encendida a un costado de la mesa. Los dueños de la casa colgaron luces navideñas intermitentes en cada vértices del cuadros de la Virgen de la Guadalupe.
El primer nivel es el suelo. Sobre una alfombra de hilo encerado marrón yacen frutas: bananas y algunos mangos aún verdes. Hay un florero con orquídeas y otro con crisantemos blancos. Tres velas distribuidas en candelabros de medio metro de altura tienen la forma de las estalagmitas que crecen en las cuevas. Una botella de litro de tequila funciona como el sol del sistema solar, alrededor de ella parecen girar los demás elementos.
Sobre la mesa — lo que sería el segundo nivel — hay un jarrón alto abarrotado de margaritas, canastos repletos de frutas y otro de pan. Los retratos de personas en blanco y negro, acomodados entre los objetos, interrumpen la pintura de bodegón.
—Las fotos representan la mejor etapa de las personas, ¿saben?—dice la chica mirando las fotos.
Después hace un paneo con su mirada y nos mira a los ojos, uno por uno. Una extranjera como yo asiente. La mexicana insiste con la pregunta: “¿Saben? ¿Saben?” Y yo pienso que no, que no sabemos lo que es reservarnos un día entero para el culto a nuestros muertos.
— Es algo bonito, algo que me gusta mucho. Te dan una idea más amplia de lo que hicieron tus parientes, te permite entender de dónde vienes como familia.
El tercer piso del altar tiene un mantel blanco bordado a mano con flores a cada lado y un Cristo en el centro. Sostiene velas en candelabros y ángeles en porcelana. Hay uno grande con las manos abiertas que parece el cuidador del altar.
— Ponemos en la ofrenda cosas que nuestros muertitos disfrutaban en vida. Por eso el pan, las frutas, el tequila. El primero de noviembre vienen a visitarnos las almas de los adultos y el dos llegan los más pequeños —explica la dueña de la casa, quien al cabo de un rato recuerda que no se presentó.
— Perdón, soy Mafe. Cuando era niña, mi abuela me explicaba pues… cuál era el chiste de la muerte. Pero yo en ese entonces, estaba chiquita y no entendía, no dignificaba. Ahora sí.
Nadie se atreve a interrumpir a Mafe. Parece suficiente la impertinencia de haber entrado, como si nada, a la casa de una familia desconocida y poder mirar sin decoro su biblioteca, los CDs, los adornos sobre los estantes, las fotos de sus seres queridos en lo alto del altar. El fuego vibrante de las velas hipnotiza y el olor a flor de cempasúchil se impregna en nuestras narices.
— El año pasado falleció mi abuela —se anima a compartir la joven aunque seamos varios ya los que estamos amontonados en su hall.
— Así que esta celebración para mi es aún más especial. Toda mi familia se juntó, le echamos muchas ganas a esta ofrenda. Tiene otro sentimiento porque la herida todavía está abierta.
Abajo, sobre el piso de baldosas marrón y celeste, hay un cuenco cargado con sal y un hornito de incienso apagado. No lo había visto antes, lo descubro ahora solo porque Mafe se agacha para prenderlo otra vez. El altar es un cuadro con vida: algunos que antes no destacaban, de un momento a otro (y sin saber bien cómo) están más cerca y no podemos dejar de mirarlos. La luz de las velas refracta en todos ellos, cambia sus colores y el humo difumina sus contornos.
— Cada objeto del altar tiene un por qué. Las velas guían a nuestros seres queridos en este mundo. La sal ayuda a que el cuerpo no se corrompa en el camino hacia aquí. El incienso limpia y purifica el ambiente. Y ayuda a que se vayan los malos espíritus —dice Mafe mientras señala con la palma de su mano lo que menciona.
Nos explica que no puedes comer nada antes de que llegue la persona del más allá. Hay fechas para recibir a las almas. El primero de noviembre vienen los adultos y al otro día, los niños.
Mafe nos invita a ir al panteón porque allí se dirigirá todo el pueblo después, a seguir celebrando “a sus muertitos”. Antes de cerrar la puerta de su casa, mira el altar y hace una reverencia casi imperceptible.
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En el camino al panteón, niños y niñas disfrazados nos jalan de la ropa y preguntan con una sonrisa: “¿Dulce o truco?. Mafe dice que a eso le llaman “pedir calaverita”. Antes de llegar, pasamos por una plaza donde sobre un escenario hay un grupo de mujeres bailando cumbia con faldas largas y coloridas.
Una vez entre las tumbas, Mafe se sienta al borde de una y abre un paquete de galletas de amaranto. Sonríe con soltura y mira divertida a su alrededor.
— La flor cempasúchil es la señal del día de muertos, la hueles en todas partes. Se dice que el olor llama a los muertos a que vengan a comer la comida que les dejamos.
De pronto comienzan a sonar campanadas fuertes, estridentes, metálicas que provienen de la iglesia, próxima al cementerio. Y en unos pocos minutos, el cementerio se llena de personas que caminan alrededor de las tumbas. Algunos grupos se sientan alrededor de las lápidas y agregan flores, papel picado, una vela. Otros siguen camino, simplemente pasean por el cementerio. Muchos de los habitantes de Mixquic se mezclan con turistas pero es fácil reconocer a los primeros, no se estremecen ante la oscuridad del cementerio: bailan la música que llega desde la plaza.
Acá las personas danzan sobre la muerte. Brindan por ella, la reciben con comida, le sonríen. La luz de la luna ahora penetra la tierra. Mientras ellos aquí bailen, coman y beban, la noche no será tan oscura ni la muerte dará tantos escalofríos.
Por: Leila Torres